P. Luis Alarcón Escárate
Párroco San José- La Merced de Curicó
Vicario Episcopal Curicó – Pastoral Social
Capellán CFT-IP Santo Tomás Curicó
Jesús dijo a sus discípulos: En aquellos días, el sol se obscurecerá, la luna dejará de brillar, las estrellas caerán del cielo y los astros se conmoverán. Y se verá al Hijo del hombre venir sobre las nubes, lleno de poder y de gloria. Y Él enviará a los ángeles para que congreguen a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales, de un extremo al otro del horizonte. Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. Así también, cuando vean que suceden estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta. Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. En cuanto a ese día y a la hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre (Marcos 13, 24-32).
Estamos en el penúltimo domingo del año, y el texto bíblico nos habla en un lenguaje que a veces nos da miedo: es el género Apocalíptico, que como hemos conocido en san Juan, significa revelación, que no es lo mismo que adivinación; la revelación nos explica lo que sucederá a partir de constataciones científicas que son comprobadas por los diversos sistemas que conocemos en la actualidad. Pero no podemos adivinar el día o la hora, la fecha en que suceden las cosas.
Nadie puede adivinar la hora en la cual germina una semilla para dar paso a un tallo y luego a la planta y finalmente a los frutos que serán cosechados para alimentar a una familia que confía en esa recogida de dones.
Cuando se refiere al Reino de Dios, no se tiene fecha indicada. Podemos recordar que muchas personas esperaban con temor el cambio de siglo del veinte al veintiuno. Otros, los vaticinios de los mayas para el año dos mil doce, etc. Ha habido en toda la historia personas que intentan hacer creer en un inminente fin del mundo. Algo que no está en el anuncio de Jesús porque su confianza está puesta en el Señor y en su sabio designio.
Los científicos saben muy bien que todo ha tenido un comienzo, que lo describen claramente, ha habido fin de eras: etapas en las cuales la superficie del mundo cambió y generaciones de seres vivos desaparecieron y comenzaron a existir otras nuevas. Del mismo modo se puede verificar que los astros, entre ellos nuestro planeta, también desaparecerá; pero el hombre y la mujer creyente saben mirar más allá de esa contingencia. Nuestros hermanos que han muerto terminaron su estadía con nosotros, y ahora comparten una realidad nueva de purificación, dice el catecismo de la Iglesia o de cielo, según nuestra elección personal. Pero partiremos, todos lo haremos algún día.
Estas cosas, sabidas por todos nos disponen a una actitud esperanzada, de trabajo permanente y sin cesar porque sabemos que muchas comunidades de personas no tienen su corazón puesto en Dios. De ahí brota, entonces, la tarea misionera ordenada por el Señor y tiene que ver con el anuncio gozoso de la venida de Jesús y su Reino. Con todo lo que implica nuestra renovación del corazón para que se establezca una sociedad solidaria, cuidadosa del ambiente en el cual vive para que la casa común perdure, donde todos se sientan incluidos y nadie padezca sufrimientos.
Como la misma ciencia dice, no se sabe en cuantos miles o millones de años sucederá la debacle universal. Pero a nosotros nos cabe ser la palabra de esperanza, la del hombre nuevo que redescubre la novedad del evangelio que trae a todos el pensamiento de Dios que no impone ni se compone de puros mandamientos, sino que viene como el Mesías que muestra una bondad profunda, que comprende a todos y los asocia a su misión que renueva el universo y lo salva de la destrucción inminente.
Que nuestra vida sea reflejo de esa actitud de escucha, de propuesta, de compromiso en el trabajo diario, en la superación de toda realidad de abuso.
No podemos dejar de acogernos a las manos amorosas de María, nuestra madre a quien le dedicamos este mes de oración, para que en su intercesión de madre nos permita comprender mejor lo que significa vivir las enseñanzas de Jesús, su Hijo.
Trigésimo tercer domingo del año, 17 de noviembre.