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Eminentísimo Cardenal Primado, señores Ministros de Estado, Excelentísimo señor Nuncio Apostólico de Su Santidad, Excmos. Sres. Obispos, señores parlamentarios, señor Alcalde de Santiago, Reverendo Padre Provincial de la Compañía de Jesús, señoras, señores:
Un gran silencio, entrecortado sólo por la plegaria, era el único elogio que el Padre Hurtado ambicionara. Un gran silencio, donde esconder un gran dolor, hubiera sido lo único que el gran amigo de toda una existencia en estos instantes deseara. Y, sin embargo, es necesario hablar para destacar más allá de la muerte su figura de apóstol. Hablar, para escuchar más allá de los lindes del tiempo su imperecedera lección.
Hay que decir en palabras lo que murmuran las lágrimas. Hay que concretar en reglas de vida lo que proclaman sus obras.
Si calláramos, “lapides clamabunt”, las piedras clamarían.
Si silenciáramos su lección, desconoceríamos el tiempo de una gran visita de Dios a nuestra patria.
Y, sin embargo, ¡cuán difícil, por no decir imposible, es el encerrar en el estrecho marco de estas palabras la múltiple y rica personalidad del Padre Alberto Hurtado!
¿Cómo vamos, siquiera a enumerar sus variadas obras, capaz de cada una de ellas de llenar la vida de un hombre? ¿Y cómo vamos, pálidamente, a esbozar la hondura de su pensar, la amplitud de su querer, la lucha de su perseverar y el heroísmo de su sufrir? Y, sobre todo, ¿quién podrá transmitir a las mezquinas palabras humanas el fuego devorador que alumbró y consumió su vida?
Para condensar todas estas variadas facetas en una sola luz, no he hallado otro pensamiento mejor que lo sintetice que la palabra con que el mismo San Pablo se designa “Apostolus Jesu Christi “, Apóstol de Jesucristo. En ella se encierra la rica y breve vida del Padre Hurtado en la tierra. Ella constituye, en la muerte, su mejor elogio, así como también ella es ya su corona en la Apostolus gloria Christi, el Apóstol es gloria de Cristo.
El Padre Alberto Hurtado tenía ciertamente todas las características de esos hombres que Dios suscita, para ser en cada época los enviados que testimonian la trascendencia de lo eterno y captan, para orientarlas, las angustias y las inquietudes de su generación.
El apóstol es el hombre que toma conciencia de su misión divina y se entrega a ella sin límite. Es el que da la vida, el que se juega la vida, el que sabe que la vida vale en la misma medida del amor que la alienta e inspira.
Por eso hay, también, en el apóstol genuino los rasgos de su profeta.
Mientras el mundo se apega a lo que pasa, el apóstol clama la trascendencia de las cosas de Dios.
Mientras “la fascinación de la bagatela” (fascinatio nugacitatis) oscurece los bienes, el apóstol abre las perspectivas infinitas del reino del espíritu.
Mientras las convenciones, el egoísmo y los prejuidios humanos encadenan, el apóstol hace resonar oportuna e inoportunamente la verdad de Dios, que libera.
Mientras la codicia pone sed de oro, la sensualidad, de goce, y la ambición de gloria vana, el Apóstol señala las fuentes de aguas vivas que saltan hacia la vida eterna.
Mientras los hombres tratan de empequeñecer y apropiarse del mensaje evangélico, el apóstol reivindica: el “verbum Dei non est alligatum “, no se puede amarrar con lazos de carne la palabra de Dios.
Por eso, el apóstol es, sobre todo, el hombre del amor: el que no da su corazón a nadie, para ofrecerlo a todos; el que se olvida de sí mismo para ofrecerse a los demás; el que cada dolor lo hace suyo y cada gemido humano encuentra un eco en su corazón: El apóstol es el hombre que bajo el amor de Padre de los Cielos realiza, en el amor universal de sus hermanos, el hondo sentido cristiano de la fraternidad. El apóstol es un cáliz que rebosa caridad.
Y ésa fue la vida del Padre Alberto Hurtado.
Para comprenderla, debemos remontarnos a sus raíces, sobre su niñez y adolescencia, contemplar la figura admirable de una madre cristiana. Ni su viudez temprana, ni graves dificultades económicas, pudieron en esa mujer fuerte apartarla de su doble misión: la educación de sus hijos y el sentido de su deber social.
Fue junto a ella, en su labor en el Patronato de San Antonio, donde el Padre Hurtado comenzó a comprender el terrible peso del mandamiento supremo: “Y amarás al prójimo como a ti mismo, por amor de Dios “. Fue en esa escuela donde el apóstol del mañana halló el sentido del pobre, que iluminó más tarde su vida.
Ella lo acompañó en su adolescencia y lo orientó en su vida. Ella lo cedió generosa cuando el Señor lo solicitó. Cumplida su misión de madre cristiana y formadora del apóstol, ella lo precedió en la peregrinación eterna.
Y el Padre Hurtado pagó con esa fidelidad tan suya el sentido apostólico que su madre le imprimiera.
Frente a su lecho de enfermo, dos fotografías acompañaron su postrera inmolación: la de su Madre del cielo, en su cuadro que adorna este altar, la Virgen de nuestra infancia y de nuestra Primera Comunión, y la de su madre de la tierra, que le enseñara a amar a la del cielo.
Apóstol lo fue desde su juventud. Era un niño de 14 años y ya sentía el llamado de la miseria espiritual y material de los suburbios del Santiago de entonces. Patronato de San José, Patronato de Andacollo, Conferencia de San Vicente, sabían de un joven que comenzaba a mirar la vida a la luz del dolor de sus hermanos, y cuya línea de felicidad pasaba por donde está el mayor sufrimiento de los demás.
Cuando la hora de las inquietudes del adolescente llega, cuando ante la mente del joven se diseña la pregunta decisiva: ¿qué orientación dar a su vida?, la respuesta generosa de Alberto Hurtado está ya dada: será sacerdote, para así consagrarse a sus hermanos; y su ideal apostólico se encauzará en el ideal de la Compañía de Jesús.
Pero el Señor quiere que esta vocación se pruebe. Su madre necesita de su ayuda y el ideal de la vida religiosa parece aún lejano. No importa, será apóstol en el ambiente donde Dios lo retiene. Aulas de Derecho de la Universidad Católica, ambiente del Regimiento Yungay, donde cumple su servicio militar, círculos y actividades de la inolvidable ANEC, Congregación Mariana de San Ignacio, verán al joven tan alegre en su sonrisa, tan viril en su piedad, tan ejemplar en sus actitudes, que sólo Dios y nuestra generación sabemos lo que representó en nuestra vida de muchachos el ejemplo íntegro, el consejo prudente, la vibración apostólica de Alberto Hurtado.
Yo sé que en estos momentos muchos de esos viejos compañeros y amigos escuchan estas palabras, y con los ojos velados ven, a través de los años, como un signo de luz, la figura ejemplar del amigo ido.
La mano de la Providencia ha permitido que sus sueños apostólicos comiencen a verse realizados.
Y un 14 de agosto de 1923 marcha al noviciado de la Compañía en Chillán.
Años largos y difíciles. Lejanía de la patria, nostalgia cariñosa de la madre buena que allá espera.
Córdoba de Argentina, Barcelona, Lovaina, todo eso no es sino un estímulo que espolea más fuerte el corazón del apóstol que allí se forja.
Esos doce años de plegarias y de estudio, de disciplina fuerte y de hondo anhelar, tienen para el Padre un solo nombre y un solo significado: “el crisol donde se forja un Apóstol”.
Y fue hace cinco años que personalmente recogí del que fuera su superior en Lovaina y hoy Reverendísimo Padre General de la Compañía, este testimonio simple y grande: “En mis largos años de Superior no he visto pasar junto a mí un alma de mayor irradiación apostólica que la del Padre Hurtado “.
Y el momento tantas veces anhelado llegó por fin.
El apóstol viene a dar en plenitud lo que llena su alma. Y de esa múltiple labor, todos, en una forma u otra, hemos sido los testigos.
¿Quién podrá resumirla y quién podrá contarla?
Dante, al hablar de Francisco de Asís, sólo pudo decir: “La cui mirabil vita meglio in gloria del ciel si conterebbe”.
También del Padre Hurtado podemos exclamar algo semejante.
Dieciséis años de labor apostólica que abarca todos los campos, que llena todo Chile y trasciende sus fronteras, y que tiene, como inmediatamente diremos, el sentido de una imperecedera lección y de un urgente llamado.
Dieciséis años. Cifra tan corta en número y tan rica en contenido. Ella nos entrega la fórmula que condensa su vida: “Apostolus Jesu Christi”, Apóstol de Jesucristo.
Ante esa vida nos detenemos hoy a meditar.
La primera lección que ahí encontramos es el sano realismo que la fundamenta.
El sabe que es portador de un mensaje eterno que hay que entregar en el tiempo. Dispensador de una vida divina que hay que dar a los hombres. Y, en consecuencia, hay que conocer ese tiempo y esos hombres.
El Padre ha meditado muchas veces la palabra de Jesús en San Mateo: “Se le acercaron los fariseos y saduceos para tentarle y le rogaron que les mostrara una señal del cielo. El respondiéndoles, les dijo: “Por la tarde, decís hará buen tiempo, si el cielo está arrebolado; y a la mañana, hoy habrá tempestad, si en el cielo hay arreboles oscuros. Sabéis discernir las señales de los tiempos nuevos”.
Y no quiso que para los católicos de Chile pudiera aplicarse el reproche de Jesús de “no saber discernir las señales de los tiempos nuevos “. Quiso, en cambio, que su acción fuera tanto más realista cuanto más alto era su ideal. Y que para ello se penetraran de la gravedad de los tiempos que vivimos, se enfrentaran al hecho de nuestra paganización creciente y sacaran de ahí, en forma viva y apremiante, la conciencia de su dolor apostólico. Y fruto de este realismo apostólico fue su trascendental libro “¿Es Chile un país católico?”. El título y la tesis tenían que chocar. ¡Es tan dulce dormirse sobre la ilusión de una cifra estadística! Es tan fácil excusarse de la acción profunda, diciendo: “¡Chile es un país católico!”. ¡Es tan cómodo abandonar los problemas vitales de la Iglesia que exigen sacrificio constante y reemplazarlo por unas cuantas manifestaciones bullangueras! Pero el apóstol de verdad ha sido puesto como “dardo agudo” que se clava en las carnes dormidas, como vigía que rompe con su grito estridente el silencio cómplice de la noche. Y, pese a las incomprensiones y a las críticas, el libro quedó como una interrogante angustiosa que golpea, urgiendo, las conciencias cristianas: “¿Es Chile un país católico?”.
Si un gran examen de conciencia comienza hoy a hacerse entre los católicos chilenos, si la distinción entre lo vital y lo aparentemente cristiano va penetrando en muchos espíritus, si la necesidad de una acción profunda que nace de una vida íntegramente vivida se hace sentir más fuertemente, si, en una palabra, nuestra acción se basa en realidades que no por amargas dejan de ser realidades, tendremos en el futuro que señalar la audacia de un apóstol que, con magnífica libertad, dijo fuerte lo que su mente veía, y supo de esa misma realidad sacar las normas de la acción.
El libro del Padre Hurtado marca una etapa decisiva en la historia de nuestro apostolado chileno.
Y porque era realista, su mirada debió dirigirse hacia las necesidades vitales y primordiales de una Iglesia: las vocaciones. Una Iglesia que no da el número de vocaciones sacerdotales y religiosas que requiere está enferma en sus raíces. El avanzar cristiano es interno y, si faltan los órganos generadores de esa vida, esa Iglesia está fatalmente condenada a decaer.
Y él, que supo dar a su vida la inmensa llama apostólica que lo consumió, supo también encenderla en otras almas juveniles. Como el poeta de la antigüedad clásica, el Padre Hurtado pudo repetir su célebre verso: “sicut cursores, vitae lampades trahunt”. “Como corredores que se transmiten las lámparas de la vida”.
“El Padre Hurtado pesca vocaciones”, decían aquellos padres y madres temerosos que, en su mezquindad egoísta, niegan a sus hijos al llamado de Dios. Y no comprendían que esas vocaciones nacían al contacto del alma inflamada de un apóstol y eran la realización en el tiempo de la eterna palabra de Jesús: “He venido a traer fuego a la tierra; y ¿qué otra cosa quiero sino que se abrase?”.
El noviciado de Loyola dirá, en su realización material, en el número de sus novicios y en el espíritu que lo alienta, de lo que es capaz un alma que sabe, como el Fundador de su Orden, repetir: “preferir a Dios sobre todas las cosas”.
Y su alma grande no se encerrará tampoco en los marcos de su familia espiritual, y sabrá dar vocaciones a los demás Seminarios diocesanos y religiosos. Hace apenas cuatro días ofrecía sus dolores con un “qué bueno eres, Señor”, por las vocaciones del Seminario de Santiago.
Y la mirada del apóstol seguía, al imperio de la enseñanza divina, contemplando los campos donde blanquea la mies. Y vio a la juventud con sus anhelos e inquietudes, con sus flaquezas y desmayos y, como su Maestro “intuitus... dilexit”, la miró hondo y la amó.
A través de Chile entero, la juventud sintió la mano firme de un timonel que decía: “avanzar mar adentro”; y en su Asesor Nacional vio al Jefe que aguardaba.
Sobre todas las dificultades les enseñó la lección que formaba el corazón del joven: generosidad. Los quería fuertemente hombres y profundamente cristianos. Inquietos a todas las angustias y prontos a toda donación. Mirada abierta, frente alta, mano que sabe darse con sinceridad, sonrisa fresca en los labios y, sobre todo, auténtico sentido cristiano de su misión.
Para ello tuvo una sola pedagogía y un solo secreto: amar y servir.
Quizás no siempre se ha reparado en el hondo significado de su característico saludo familiar: “¿qué hay, patroncito?” Y lo llamaron, cariñosamente, el “patroncito”. El “patroncito” no era él, eran precisamente los otros, porque, como Jesús, “él no había venido a ser servido sino a servir”.
Han pasado ya ocho años desde que dejara su cargo de Asesor Nacional de los jóvenes, pero sobre el tiempo sigue su figura íntimamente unida al destino de nuestra juventud.
Los jóvenes de ayer son hombres; sobre sus vidas maduras comienzan a caer “el peso del día y del calor”, pero en sus ojos sigue reflejándose el fulgor del Asesor de entonces y sigue resonando el grito de las eternas ascenciones: “Excelsior”, más arriba.
Pero el Sacerdote es antes que todo el “pontífice que puede condolerse de los que ignoran y y erran porque también está circundado de miseria y debilidad”. Y por eso es juez y médico de las conciencias enfermas, al cual siempre se acude en los instantes del dolor. Y eso fue el Padre Hurtado. Nadie podrá decir su acción callada en esos problemas silenciosos que sólo a Dios y a sus Ministros se descubren. Los que de cerca y de lejos se congregan junto a sus despojos, los que con un nudo muy fuerte en la garganta apenas pueden modular una oración, sienten que en el Padre han perdido un médico que sanaba sus llagas, un consejero que recibía sus confidencias y orientaba, un amigo “que supo hacerse todo para todos, para ganarlos a todos para Cristo”.
Y he dejado para el último lo que caracteriza su vida: su honda y trascendente misión social.
El Padre Hurtado comprendió plenamente lo que la doctrina social de la Iglesia encierra y representa. Sabía bien claro que el Cristianismo o es social o no es.
Con su realismo de apóstol genuino, vio lo que su santidad Pío XI llamara “el gran escándalo del siglo XX: los obreros alejados de su Madre la Iglesia “; y, con otro gran apóstol moderno, sintió “que la Iglesia sin la clase obrera no es la Iglesia de Cristo“. Y a sanar esta gran llaga se dio por entero en esta trascendente y vasta misión social. Le dio su mente, y fruto de ella fueron sus obras de sociología, que sirvieron para recordar los grandes postulados sociales de la Iglesia y a urgir a los católicos su aplicación.
Qué claro aparece en sus escritos la posición del católico: el cristiano no puede optar entre dos materialismos, sino abrazar plena, íntegra y totalmente la doctrina que la Iglesia le ha señalado con carácter de estricta obligación.
Le dio sus energías, y sus últimas palabras fueron para ofrecer el holocausto de su vida por el Hogar y la Asich.
Le dio sobre todo su corazón. El Padre Hurtado vio cumplida en él las palabras del Salmista: “beatus qui intelligit super egenum et pauperem“. Y tuvo como pocos el sentido del pobre.
Sobre la capital de la República hay un terrible escarnio que abofetea nuestro rostro de chilenos y cristianos: los hombres sin techo, las viviendas inhumanas, las multitudes que no tienen “el espacio vital para que se desarrolle una familia“, los hijos de Dios que no gozan de aquel mínimum de bienestar humano que el Angélico señala como requisito indispensable a la práctica de la virtud.
¡Qué fácil es arrojar unas cuantas frases hechas, como se pega un cartelón sobre un muro, para calmar nuestra conciencia que grita; qué fácil es decir: vicio, incultura, no se logra nada, como si con palabras sacudiéramos nuestra responsabilidad social!
El Padre Hurtado sintió esa lacra y enfrentó esa responsabilidad.
Amaneceres escarchados de un invierno santiaguino; los prados blanquean al llegar el día; y en los quicios de las puertas o sobre un banco de nuestros jardines, duermen, peor que animales, hermanos de nuestra raza e hijos de un mismo Padre celestial.
La prensa lacónicamente informa en sus hechos policiales: “ayer fueron hallados muertos por el frío, tres, cuatro, seis personas “.
El corazón del Padre Hurtado no puede más. Callar sería complicidad. Y habla con su palabra de fuego que remueve. Muchos han comprendido. Una señora ha llegado esa tarde trayendo la única joya que le queda: el Hogar de Cristo ha nacido.
Y, como el grano de mostaza de la evangélica parábola, crece para dar techo, comida y, sobre todo, amor a tantos que sólo han tenido por lecho el río, por pan el infortunio y por única familia la orfandad.
Cuando en el siglo III el Diácono Lorenzo se oyó, en la persecución, decir por el juez “entrégame los tesoros de la Iglesia”, llamando a los menesterosos se los presentó, diciéndole: “Aquí están los tesoros de la Iglesia”.
He aquí, señores, lo que, en la tierra primero y desde el cielo ahora, nos dice el Padre Hurtado, señalándoles el Hogar de Cristo: “Aquí están los tesoros de la Iglesia “.
¡Qué gran lección nos entrega!
¡El sentido del pobre! En ellos vio a Cristo. En sus llagas curó las del Maestro. En sus miembros ateridos cubrió la desnudez de Jesús.
Y hace dos días, me atrevo a decirlo con íntima certeza, allá en los cielos resonó con especial acento la voz del Juez Supremo que dictaba su sentencia de eternidad:
“Ven, bendito de mi Padre, a poseer el reino que tenía preparado. Era peregrino sin techo y me recibiste. Estaba desnudo y me vestiste. Enfermo y me visitaste. Hambriento y me diste de comer.
Tuviste el sentido del pobre. Lo que hiciste a uno de esos desvalidos, me lo hiciste a Mí. Entra en el gozo de tu Señor”.
Pero el Hogar de Cristo no contenta las ansias apostólicas del Padre. Hay que dar casa permanente a las familias.Y la Cooperativa de Edificación surge con este fin. Si su acción es limitada, tiene un alcance más vasto: despertar nuestra conciencia social en este problema de la habitación. El Apóstol se revela no sólo en lo que crea, sino en las proyecciones que su misma creación produce.
Junto a su lecho de enfermo llega la Primera Dama de la República, cuyo gesto maternal, dando a nuestro pueblo el hogar que imperiosamente necesita, recogerá la historia; y el Padre Hurtado le sonríe, prometiendo bendecir desde el cielo esa obra.
Ella sabe cómo el Padre alentó su obra y cómo, fiel a su promesa, continuará desde arriba protegiéndola.
Pero la “sensibilidad social” de que nos habla el Pontífice actual a los chilenos es algo más que mera beneficencia. La caridad que se dispensa de la justicia no es caridad.
El obrero y el empleado necesitan ser defendidos en sus derechos y amparados en sus justas reivindicaciones. Y para ello, en las condiciones actuales, ha de ir imprescindiblemente al sindicato.
El Padre Hurtado comprendió toda la trascendencia de la acción sindical y la necesidad de preparar para ella a los dirigentes, y fruto de su visión y de su energía, nació la Asich, Acción Sindical Chilena.
Para ella estuvieron hasta el final sus mejores actividades y desvelos. Para ellos escribió su obra “Sindicalismo”. Ella fue en su visión de apóstol el medio de esa redención proletaria que Pío XI señala como meta de nuestra actividad social.
Pero más que la Asich, el Hogar de Cristo, la Cooperativa de Edificación, está el llamado que esas obras encierran. Ha dicho Lacordaire “que es propio de los grandes corazones el descubrir la necesidad más urgente de su época y consagrarse a ella “.
El gran corazón del Padre Hurtado nos deja este imperativo llamado: nuestro deber social.
El católico tiene una misión social que cumplir. El tomar conciencia de las exigencias sociales del cristianismo es dar a nuestra fe su expresión plena y perfecta. Seguir a la Iglesia y no seguir con lealtad plena, con integridad máxima, con sinceridad generosa, su enseñanza social, es como pretender separar a Cristo de su Evangelio.
Podrán las obras que él fundara morir en el transcurso de los años, como muere y perece todo lo humano, “pero un monumento más perenne que el bronce “, aere perennius, proyectará en el tiempo el gran llamado a nuestro deber social que el Padre Hurtado nos dejara.
Como genuino apóstol, no le faltó en esa tarea el sello inconfundible de la cruz. Fue uno más que se sumó a los que en la implantación de esas doctrinas han debido probar entre nosotros el acíbar de la crítica y la hiel de la incomprensión.
Ni utopía de soñador ni exaltación de avanzado, ni odio de amargura inspiraban su firme posición y su tajante palabra. Porque no es utopía lo que está en la raíz misma del alma humana, ni amargura lo que tiene como savia vivificante el mandato supremo de la caridad.
Y por eso fue valiente en la posición adoptada.
Ser testimonio de una doctrina, no ceder ni ante el temor ni ante el halago, no claudicar en la posición muchas veces incomprendida, no desviar esa misma doctrina de la dirección rectilínea que debe seguir, no es cosa fácil; para ello se requiere esa fortaleza que nace de la convicción profunda, esa serenidad que sabe que Dios y el tiempo hacen justicia, esa visión de eternidad que da a los hombres y problemas su verdadero valor.
Ese es el legado que el Padre Hurtado nos deja y la huella que trataremos de seguir.
Y ahora, señores, una pregunta tan sólo: ¿de dónde sacaba el Padre Hurtado las energías extraordinarias de su acción?
Y a esta pregunta, una respuesta: junto a sus cualidades destacadas de hombre, el Padre Hurtado sumaba la fuerza incontrastable de una eminente virtud.
Religioso en el pleno y amplio sentido de la palabra, amó a la Compañía y en ella a la Iglesia con toda la vehemencia y la pasión de su corazón generoso. Forjado en el rico molde ignaciano, centró su vida en la ofrenda total que San Ignacio pone al final de sus ejercicios.
Si se me pidiese una síntesis de la espiritualidad del Padre que explicara todos y cada uno de sus actos de su vida, sin duda yo la encerraría en el llamado del Rey temporal a seguirlo y en la ofrenda con que el alma responde al amor apremiante de Dios.
“Tomad, Señor, y recibid mi libertad, mi memoria, mi inteligencia y voluntad toda entera. Todo lo que tengo o que poseo, de Ti lo he recibido; a Ti, Señor, lo retorno. Dame tu amor y tu gracia, que eso me basta”.
Apóstol de Jesucristo, su muerte ejemplar consumo el holocausto de su vida. “Dame tu amor y tu gracia. Esto sólo me basta “.
Nos deja como a cristianos un luminoso ejemplo. Pero nos deja como a hombres un inmenso vacío. Por eso, a pesar del fiat muchas veces repetido, las lágrimas nos traicionan. Por eso en estos días, como un escalofrío, ha recorrido de norte a sur de la República la frase que, más que pronunciarse, se solloza: el Padre Hurtado ha muerto.
Y la frase resuena en el fondo de la mina oscura, a donde su palabra, como un mensaje de esperanza, penetró. Y sopla el puelche helado en nuestros caseríos campestres que escucharon, con la sencillez del campesino, el eco de su palabra evangélica. Y vibra sobre nuestras pampas calicheras, donde el nortino, hecho esfuerzo y empuje, comprendió la buena nueva divina que, en palabras tan humanas, este apóstol obrero le traía. Y cae, como la lluvia de invierno sobre los techos de fonolitas de nuestras poblaciones callampas para repetir como un gran gemido: el Padre Hurtado ha muerto.
Y el pobre angustiado en su tugurio siente que un gran amigo se le ha ido. Y bajo los puentes del Mapocho, el huérfano sabe que ya no existe él, que quiso reintegrar su vida de vago a la sociedad. Y sobre el féretro, en un desfile continuo, ha ido cayendo como una oración, el llanto de los humildes y la plegaria de los que por él supieron del aproximarse a Dios.
Para él, que no tuvo más reposo en su agitada vida que la enfermedad y la muerte, ya ha resonado el “descanse en paz” de la Iglesia. Y entre los que amó con predilección, va a dormir su eterno sueño.
Y cuando el tiempo pase y la ley fatal del olvido vaya dejando caer sobre los hombres y sucesos su polvo sutil, junto a ese sepulcro vivirá el recuerdo de un sacerdote que amó mucho a Dios y a sus hermanos, que amó a los pobres y a los humildes y por ellos, en suprema oblación, ofrendó su vida. “Tomad, Señor, y recibid”.
Pero no podemos llorar como los que no tienen esperanzas. El ya habita el lugar del refrigerio, de la luz y de la paz. Que su alma ardiente como llama resplandezca como luz.
“No busquemos a un vivo entre los muertos”. Imploremos su valiosa intercesión. Y mientras el corazón sangra, la plegaria sube. “Tú, Señor, nos lo diste. A Ti también te lo entregamos”. Cíñele la corona de justicia que has prometido a los que saben pelear el buen combate por tu nombre.
Y a nosotros, y a mí, ante quien llegó arrastrándose en su enfermedad, para dar su última predicación, danos el consuelo y la fuerza, para poder, con voz entera, repetir la palabra del poeta de los grandes infortunios de la vida: “Dominus dedit, Dominus abstulit; sicut Domino placuit, ita factum est. Sit nomen Domini benedictum “. El Señor nos lo dio, el Señor nos lo quitó; como al Señor le plugo, así fue hecho; bendito el nombre del Señor.
Amén.